Eduardo Martínez de Pisón, catedrático de Geografía de la Universidad Autónoma de Madrid y Premio Nacional de Medio Ambiente, reflexiona en su artículo acerca de la maraña de intereses de todo tipo que pesan sobre la Sierra de Guadarrama, y se lamenta ante los lastres que ello supone para la protección y la conservación de este espacio irrepetible. No es sólo el proyecto de Parque Nacional conjunto entre la Comunidad de Madrid y la Junta de Castilla y León lo que está en juego: es la propia esencia de la Sierra de Guadarrama la que corre el riesgo de sufrir las consecuencias de esta caótica y oportunista lucha de fuerzas.
OTOÑO EN LA SIERRA
OTOÑO EN LA SIERRA
Ayer di un paseo desde Cotos hasta la Sillada de Garcisancho, entre pinos vernáculos y venerables, trinos de pájaros y el suelo herboso, aún verde, plagado de setas, de azafranes silvestres y de quitameriendas. El cielo zarco, con la Loma de Pandasco y Peñalara nítidas. Sólo le hacen falta unas lluvias, las de este mismo mes, para que los arroyos corran a recuperar su brío. Todo son huellas y anuncios. El paisaje está ya esperando las nieves y su luz. Las copas de los grandes pinos parecen preparadas a recibir sus silenciosas capuchas blancas, entre colores que se matizan y sombras que se alargan. El aire fino en el collado no duda en ser el del frío que va a venir. Aunque el verano está aún en los prados amarillentos, el invierno se ha instalado en la brisa, en la luz tangente, en la diafanidad de la mañana.
Nadie debería poder quitarnos este tesoro. Aunque bien es verdad también que la Sierra parece con frecuencia (a los hechos me remito) demasiado excelente para quienes la controlan, desean y administran o utilizan como mero instrumento de controversia. Lástima, sobre todo, que nuestros mandatarios regionales, que tanto se precian de serlo en barrios y municipios, tengan tan poco interés en extender su alta estima también a los regatos, las peñas, los bosques o los pájaros (que abundan en sus dominios), no para que les pongan una parada de metro, claro está, sino para preservarlos con la debida seriedad de la parte negra del contagio capitalino. Y este sector oscuro cubre un amplísimo arco desde los tiburones de las finanzas a los grafiteros, cada cual muy eficaz en su materia.
Tras tantos años de debate, no he logrado saber qué Sierra es esa de la que hablan unos y otros, si la de las urbanizadoras o la del esquí o las carreteras o los merenderos o los mercaderes o la vuelta ciclista o la feria cárnica o el alegato político, la administrativa, la productiva, la de los campesinos, la de los periodistas y turistas, la de los veraneantes y residencias secundarias, la de los ganaderos, madereros, picapedreros, cazadores de diversas especies estantes y de paso, poetas, alpinistas con prisa, hombres de ciencia impacientes, funcionarios de los municipios, de la comunidad o del estado, excursionistas de clases pasivas y activas, domingueros, competidores de carreras, betetistas, caballistas, moteros, automovilistas como centellas, camioneros de puerto, hosteleros, gastrónomos, grupos de trabajo o la de los ecologistas polemistas, pero ésta, la de la otoñal Sillada de Garcisancho, la de augusto nombre y silencio, la de los paisajes hondos, la del paisaje sin tiempo, ésta es la mía. Y supongo que la de muchos más, silenciosos individualistas y serenos contemplativos. Recuerdo que Borges escribía, más o menos, que hay lugares que parecen estar queriendo decirnos algo o que ya se lo han dicho a otros, a los que habría que preguntar. Esto me ocurre siempre con el Guadarrama. Pero sé que hay muchos que no escuchan (que no es a escuchar a lo que vienen o van) o que creen que ya lo saben todo y que ya nada necesitan oír. Así hay también una sierra entre sordos que parece muda, cuando, en realidad, no para de hablar.
Yo estoy agradecido a la sierra del silencio, a la del sol y la penumbra bien medidas. A la que posee grandes árboles, claros luminosos, arenas gruesas, raíces nudosas que cruzan los senderos, peñas grises de cristales negros y blancos. La del panorama apacible. La del nubarrón muy gris con una cúspide cegadora. La del trueno que retumba rodando por las largas lomas de las cumbres y se despeña por las laderas opuestas de la montaña. La del letargo en las solanas de los agostaderos y la de las prisas del agua en los barrancos de primavera. La de la laguna que ilumina con luz azul y ondulante las rocas de su orilla y la de la nieve que clarea el pie del cancho en sombra. La de la nieve temprana y tardía que se sacude la rama del pino en un golpe seco. Rocas rugosas, matorrales aromáticos, susurros del viento entre las acículas, parloteo del agua, ruidos leves entre las hojas del rebollar, peñascales dorados, de verdad, muchas gracias. Una vez expuesto lo que pienso, que cada uno diga con palabras claras y veraces cuál realmente es su sierra, la de los consejeros, los alcaldes, los constructores, los ciclistas, y todos los demás que antes he inventariado. Porque un Parque Nacional se hace sobre un paisaje, no sobre un interés determinado, y este Parque no se ha adaptado al final al primero sino a los recortes impuestos por los segundos ¿Deberían votar los paisajes para que les hicieran caso?
Eduardo Martínez de Pisón
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